El 12 de julio de 1987, el Nobel de Economía Robert Solow escribió en The New York Review of Books una frase que se haría célebre: “You can see the computer age everywhere but in the productivity statistics”. O, en castellano: “Puedes ver la era de los ordenadores en todas partes, excepto en las estadísticas de productividad”.

Era la constatación de un fenómeno sorprendente: tras una década de inversiones millonarias en ordenadores, la productividad de las empresas apenas crecía. La tecnología estaba en todas partes, pero los resultados no aparecían.

Treinta y ocho años después, la historia se repite con la inteligencia artificial.

Un informe de la consultora estratégica McKinsey & Company Inc., publicado en enero de 2025, confirma que más del 80% de las compañías que invierten en IA aún no observa un impacto material en sus ingresos. Únicamente el 1% de las organizaciones encuestadas considera que ha alcanzado una estrategia de IA realmente madura. En otras palabras: la IA está presente en todas partes, pero todavía no aparece en las estadísticas de productividad.

Las razones que identifica McKinsey son claras:

  • Implementación fragmentada: muchos proyectos se quedan en pilotos aislados y no escalan.
  • Falta de talento especializado: la curva de aprendizaje hace que los empleados dediquen más tiempo a entender la herramienta que al beneficio que obtienen.
  • Ausencia de estrategia: la IA se adopta por moda o presión competitiva, sin un plan que conecte con los objetivos de negocio.

En mi experiencia profesional trabajando con empresas de distintos tamaños, puedo confirmar que estas conclusiones son exactas. He visto pymes que han invertido en múltiples licencias de software de IA con la esperanza de “no quedarse atrás” y que, al cabo de unos meses, se han encontrado con equipos frustrados y ningún retorno tangible. También he visto grandes corporaciones que han lanzado laboratorios de innovación con gran visibilidad mediática, pero cuyos proyectos no han pasado de experimentos internos sin impacto real en las operaciones.

En cambio, los casos de éxito comparten un patrón distinto. Por ejemplo, una clínica que empezó aplicando IA sólo en la gestión de citas y recordatorios a pacientes. En tres meses, redujo el volumen de llamadas manuales en un 70 % y liberó al personal para atender mejor en consulta. O una pequeña agencia de marketing que decidió no dispersarse en múltiples herramientas, sino centrarse en IA para optimizar campañas publicitarias. En seis meses, consiguió aumentar en un 25 % el retorno de sus clientes sin contratar más personal.

La lección es clara: la diferencia no está en la herramienta, sino en el sistema. La IA multiplica lo que existe; si hay procesos claros y bien definidos, los amplifica. Si lo que hay es desorden, lo acelera.

La paradoja de Solow sigue vigente: la tecnología, por sí sola, no transforma los negocios. Lo que marca la diferencia es la estrategia. Por eso, la conversación sobre IA no debería empezar por “qué herramienta usar”, sino por “qué problema resolver”.

En este punto, conviene también desactivar un mito frecuente: la IA no es una varita mágica. No sustituye al talento humano ni elimina la necesidad de liderazgo empresarial. Lo que hace es liberar tiempo y recursos que, bien dirigidos, se convierten en ventaja competitiva. El verdadero reto está en rediseñar la cultura organizativa para integrar estas tecnologías sin perder el foco en el cliente ni la capacidad de innovación.

Las empresas que acumulen licencias y aplicaciones sin un plan estratégico repetirán el espejismo de los años ochenta: mucha expectación, pocos resultados. En cambio, aquellas que sepan integrar la inteligencia artificial de forma gradual, focalizada y con procesos medibles verán cómo la productividad deja de ser un espejismo para convertirse en realidad.

La inteligencia artificial, como ayer los ordenadores, estará pronto en todas partes. La gran cuestión es si, esta vez, sabremos evitar la paradoja y lograr que aparezca también en las estadísticas de productividad.

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